viernes, 10 de febrero de 2012

Inseguro

Por Emanuel Rodriguez




Vio pasar el taxi y lo tomó. Aunque tuvo toda la apariencia de uno de esos actos arrebatados en los que la gente suele sorprenderse a sí misma haciendo algo ligeramente alocado, M. no podría decir que fue un impulso. Más bien fue el resultado de unos años, varios, durante los que había acumulado un deseo de pasar por el frente de la casa de Clara. No tocar el timbre, claro que no. Ni siquiera quedarse un rato. Más bien pasar, ser una especie de viento que no altere demasiado las cosas, con la velocidad justa como para obtener un dato mínimo sobre el curso de su vida. 
La esposa de M. oyó la frenada del auto mientras preparaba el desayuno pero no le prestó atención. Dispuso la vajilla sobre la mesa y cuidó del agua en busca del punto justo de calor. Preparó las tostadas con una mínima ceremonia y después comenzó a llamarlo. Al principio con un tono acostumbrado, y más tarde con preocupación. M. se había ido sin decir nada. Y a juzgar por la cantidad de zapatos y zapatillas que había en la habitación, se había ido descalzo. 
-Los domingos es otra cosa. Parece otra ciudad. 
Le dio indicaciones vagas al taxista y agradeció que no lo interpelara demasiado sobre ese destino poco claro. Por eso le siguió el juego de una conversación genérica, sin riesgos. 
-Es un buen día para trabajar, me imagino. 
-El mejor. 
El taxista lo miró por el espejo e insinuó una sonrisa como de docente. 
-Le voy a explicar -dijo. Y resopló. Parecía un actor cansado, a punto de decir su monólogo de gloria. Sus gestos eran rutinarios y a un mismo tiempo apenas iluminados por un entusiasmo pedagógico. 
-La mayoría de la gente usa los domingos para descansar. No tengo nada contra eso. Al contrario. Me beneficia. Pero yo, si me quedo en casa, no descanso. 
Se dejó llevar por el relato del taxista y pensó que había algo misterioso en eso. Algo en lo que quizá pensaría mucho tiempo después y que podría usar en algún cuento. 
-Mi mujer. ¿Me entiende? 
El taxista hizo un gesto cómplice y M. se lo devolvió de una manera exagerada que de inmediato le provocó cierta culpa. Era una forma silenciosa de hablar mal de su propia esposa, y ella no lo merecía. Pensó en las tostadas, que se ablandarían bajo el peso del Filadelfia. 
El taxista entendió ese ademán como una luz verde para avanzar en el recuento de las desgracias cotidianas de la vida en pareja. Tenía un compinche. Es más, tenía en su auto a un hombre descalzo que seguramente lo comprendería.
-Ponele que quiere desayunar. ¿Te puedo tutear, no? Ok. Desayunamos. Afuera. Barcito, lo que sea, pero afuera. Por que es “domingo”. ¿Me entendés? Entonces desayunamos afuera. Y ahí ya que estamos, que quiere visitar a la madre. Un ratito, te dice. Pero si ya estás allá y la vieja hizo de comer para un regimiento, ¿qué hacés? Te quedás a comer. O sea. Y de ahí, al Wal Mart, para hacer la compra de la semana. Cuando te das cuenta ya son las siete, ocho de la tarde y tu día de descanso se fue a la mierda. 
Había cierta lógica en la historia. M. pensó que definitivamente la iba a usar para un cuento. Quiso saber más. 
-Por eso trabajás los domingos. Te cansa menos que descansar. 
-Exacto. ¿Sabés cómo hice? 
-No. 
-Una casita en las sierras. Le tiré la idea, le gustó, y le dije que para comprar el terreno y después hacer la casa yo iba a necesitar juntar más plata. Que tenía que trabajar los domingos. ¿No es genial? 
-¿Y cuándo descansás? 
-Todos los días. ¿Querés que te cuente cómo hago? 
El taxista cambió de temple. Le transmitió una sensación de privilegio. 
-Un hotel. Me meto en un telo. 
Provocó un silencio demorado. Un silencio incómodo que M. resolvió con un calco del gesto anterior, una afirmación mentirosa. Como si realmente hubiera entendido lo que el taxista le había querido decir. Otra vez la culpa. El grito de un vendedor de diarios le dio una excusa oportuna para desviar la mirada del espejo retrovisor y fingir un interés diferente. 
-Es un hotel horrible pero tranquilo. Con la cama y la tele me alcanza. Es mi momento preferido del día, mi felicidad. Tipo diez termino el primer turno, cuando ya no queda demasiada gente desesperada por llegar a su oficina. Llevo el taxi a lavar y me meto en el hotel que está al lado del lavadero. 
-¿Solo?
-¡Obvio! Es un telo, pero me hice amigo del conserje y él me deja entrar solo. Me cobra una tarifa especial porque a esa hora siempre hay turnos disponibles. Prendo la tele, te busco algún partido o pelea de box, de esas viejas transmisiones, de archivo. Y me quedo dormido. Son dos horas, no más que eso. Salgo y sigo trabajando, hasta las seis de la tarde. Tipo siete estoy en casa. Ahí también soy feliz: Clara es buena mina y mi hija es un sol. Pero en el hotel es otra cosa. Clara no lo entendería. Jamás lo entendería. 
-¿Tu mujer se llama Clara? 
-Sí. 
-¿Son de Córdoba, los dos? 
-Sí. Toda la vida acá. No la cambio por nada. Quizá más adelante, más viejo, quién te dice, las sierras. Pero más adelante. Ahora no. Amo Córdoba. 
-¿Dónde vivís? 
-Por ahí cerca de donde vamos ahora. 
Un vértigo lo puso a temblar mínimamente. Después sonrió. Era buen material para un cuento, y tenía un giro irónico especial, acaso demasiado ampuloso, pero moldeable. Incluso tenía un legítimo sentido. La ficción, pensó, tiene que tener sentido. Eso es lo que la diferencia de la realidad. 
Ya estaban cerca del barrio de Clara. Era también el barrio de la infancia de M. Las bolitas amarillas y marchitas de los paraísos se acumulaban en las cunetas. M. recordó los juegos, los secretos, la botella de agua de lluvia en la que Clara metió un papel con su nombre escrito dentro de un corazón.
-En la esquina a la izquierda. 
-Bueno. Mirá. Yo vivo de la esquina, a la derecha. La cuarta casa. 
Pasaron despacio por una cuadra de arquitectura no tan vieja, apenas ostentosa. No había casi nadie en la calle, con excepción de un hombre alto que a M. le pareció buenmozo y que lavaba un auto con una prolijidad que llamaba la atención. 
-Volvamos. Quiero volver a casa. 
El taxista obedeció y aunque algo en el semblante de su pasajero le dio a entender que se había terminado aquella dulce intimidad, rechazó el silencio. 0
-¿Pasa algo? 
-No, maestro. Un mal domingo, nada más que eso. 
Durante el viaje de regreso el taxista habló de fútbol. M. se concentró en la elaboración de una excusa pertinente, pero descartó todas las posibilidades. Lo más probable era que su esposa no le hiciera ninguna pregunta. 
Se habían conocido en el cumpleaños de una amiga en común. Ella les hacía masajes a las invitadas y hablaba con un ocasional orientalismo, una soltura encantadora. M. estuvo toda la noche procurando modos de aproximación, lecturas en común, ensayos de una filosofía utilitaria. Al final le pidió el teléfono, haciendo un uso irónico del gesto. Se rieron de ellos mismos, y coincidieron en la especulación de un sexo poderoso. Había piel. 
M. dio varias vueltas antes de hablar con Clara, y de hecho nunca lo hizo. Clara lo dejó a él. Quería saber si había algo más en la vida, algo así, algo que M. celebró disimuladamente como una feliz, oportuna coincidencia. 
Pensó en detener el taxi una cuadra antes, pero recordó que estaba descalzo. Saludó al taxista con una amabilidad aparatosa. 
Su esposa no lo estaba esperando, o más bien se esforzaba en demostrar que hacía todo lo contrario. Que no lo necesitaba. Las tostadas ya se habían ablandado y tenían el aspecto de una escenografía despiadada pero cariñosa.
-Mejor si no vamos, ¿querés? La llamo a mi mamá y le digo que me siento mal. Que estoy enfermo. 
-Dale. Y aprovechamos el domingo. Está hermoso el día.